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Sobre
el libro África más allá del espejo de Boris
Diop
Por Oscar Escudero, 2009
Fomentados en los países del Norte por el poder político
y mediático, el prejuicio, el tópico y el cliché
gravitan sobre el pasado y el presente de África, operando como
una espesa película de cataratas sobre el cristalino que no deja
traslucir más que espejismos y tinieblas; por desgracia, no es
el único continente estigmatizado. Sin retroceder demasiado en
el tiempo, en una excelente reseña de El continente olvidado
(Michael Reid, Belacqva, 2009) Hugo Stenssoro
(1) esgrimía muy acertadamente la expresión "cosa
mentale" para conceptuar lo que al ciudadano de a pie le ronda
por la cabeza cuando piensa en América Latina: sicarios, fabelas,
guerrilla, dictadores, narcoterrorismo, etc. En cuanto a África,
estos constructos mentales están escorados hacia un catastrofismo
extremo, trufado de hambrunas persistentes y matanzas crueles, un continente
lastrado por una predestinación fatal que no le permitiría
levantar la cabeza por mucho que lo deseara, o incluso lo intentara.
Y es que ello estaría codificado de forma indeleble en el ADN
de más de 800 millones de habitantes, razonamiento inconsistente
por donde se mire, y que, dicho sea de paso, no deja de resultar chocante
y hasta ridículo en una sociedad como la Occidental que presume
de una cultura heredera de la Ilustración que hunde sus pilares
sobre la Razón. Más bien, es nuestro imaginario colectivo
el que fija en su seno imágenes espurias que luego nadie sabe
cómo retocarlas, mejorarlas, ya no digamos borrarlas. A nadie
le preocupa tampoco por qué ni cuando habría que hacerlo.
Como reacción a este afropesimismo pujante, de un tiempo a esta
parte vienen ganando terreno voces de distinta procedencia dispuestas
a ofrecer una imagen más ajustada de la realidad, cuyos resultados
van a depender en buena parte del concurso de dos factores. Primero,
que los propios intelectuales africanos alcen la voz, del mismo modo
que intelectuales occidentales, historiadores, africanistas discrepantes
de este discurso tremendista se sumen a la "causa afroresistente"
desde sus posiciones de mayor influencia. Segundo, que los editores
se apresten a difundir sus mensajes a sabiendas de los escasos réditos
comerciales que obtendrán. De lo primero, contamos con el ejemplo
del escritor Boubacar Boris Diop (Dakar, 1946), cuya trayectoria vital,
estrechamente imbricada con la justicia y la defensa del continente
africano, ha engendrado una nutrida obra que cuenta con novelas, guiones
cinematográficos y ensayos como Négrophobie, un
duro alegato contra los reductos racistas incrustados en una parte de
la cultura francesa. De lo segundo, contamos con la editorial barcelonesa
oozebap (www.oozebap.org), que acaba de publicar,
dentro de su colección Pescando husmeos, el último libro
del autor senegalés: África
más allá del espejo.
El afropesimismo no brota por generación espontánea. Antes
al contrario, se promueve expresamente desde algunos estados europeos
para silenciar su oscuro papel en el colonialismo de ayer y, sobre todo,
en el neocolonialismo vigente. La lógica perversa de que los
africanos tienden a matarse entre ellos porque son salvajes, epítome
tan manido en los media, ha funcionado casi tan bien para distraer la
opinión pública, como la paparruchada excusa de tenencia
de armas químicas o de destrucción masiva, pregonada en
la guerra contra el terrorismo por los voceros de George Bush Jr. para
dar gloria a sus colegas de las Azores, y suculentos contratos a sus
amigos de Hulliburton y Black Water. Boris Diop se sirve del genocidio
ocurrido en Ruanda en 1994 para explorar cómo germina el afropesimismo.
Partiendo de que los términos hutus / tutsi (acuñados
por los colonos belgas en un delirio más propio de la enología
que de la etnografía) son pasto de burdo galimatías, casi
nadie sabe lo que allí ocurrió, ni cuántas víctimas
se cobró el conflicto, ni cuál fue el papel, en la luz
o en la sombra, de los actores internacionales. Francia no sólo
se empeñó en sembrar más confusión y escurrir
el bulto, sino que para Boris Diop, el genocidio se pudo evitar. Francia
tenía la suficiente influencia para templar los acontecimientos
desde que aterrizó en Ruanda, y brindara instrucción al
ejército hutu y a las milicias Interahamwe, que tan activamente
participaron en la masacre tutsi. ¿Qué motivos le empujaban
a adoptar una conducta a todas luces cómplice? Conservar su influencia
en la región de los Grandes Lagos para frenar a Uganda, satélite
de Inglaterra, cuyos largos tentáculos prometían una seria
amenaza geopolítica.
Ruanda es un caso entre tantos otros de la naturaleza de los vínculos
mefistofélicos que Francia ha mantenido con un puñado
de estados africanos (Gabón, Camerún, Nigeria, Congo-Brazzaville,
entre otros). La cascada de independencias de la década de 1960
no trajo aparejada una soberanía total ni mucho menos, como por
otro lado dictaría el sentido común o, en su defecto,
los acuerdos de transferencia de poder, sino que el Elíseo ha
seguido abrazando unas relaciones no precisamente bilaterales, sino
paternalistas, abusivas, sólo interesadas en la proyección
inexorable de sus empresas (Elf, Bouygues, Bolloré). Este modus
operandi constituye el tuétano de la Françafrique. Sin
embargo, tal vez hayamos sido un punto indulgentes a la hora de definir
su marco de actuación. Boris Diop sostiene en otro lugar que
la Françafrique "es el petróleo, evoca los bosques
devastados por horribles mafias madereras, el tráfico de armas,
la industria del juego, los mercenarios y la policía secreta
especialista en golpes de estado y los millones pasando de cuenta en
cuenta. Sus figuras emblemáticas, del lado africano, son golpistas
ignorantes, zafios y sanguinarios, que asumen dócilmente las
órdenes de París".
Entre los síntomas asociados al afropesimismo descuella un fenómeno
psicológico por el cual el común de la gente tiende a
pensar que estas injerencias clamorosas son obra del pasado, que se
han remediado ya. Órganos creados ad hoc, comisiones de expertos
o inspectores de la ONU velarían para que no volviesen a repetirse
cosas así. Nada más lejos de la realidad. A principios
de 2009 aparecía en la revista Foreign Policy un artículo
con el encabezamiento "La Françafrique sigue viva"
(2). Es tan cierto que Francia se coloca junto a EEUU y China
(los comensales que degustan las porciones más grandes del pastel)
en su obstinación neocolonial en África, como que tiene
desplegado un contingente de 10.000 soldados. Nicolas Sarkozy prometió
en campaña electoral que, de ganar los comicios, sanearía
las turbias relaciones con África, y que no ha hecho otra cosa
que perpetuar el sucoso legado. En el capítulo "El inaceptable
discurso de Nicolas Sarkozy", además de quedar de manifiesto
la capacidad ilimitada de prometer para incumplir, tan religiosamente
practicada por el total de la fauna política, Boris Diop recuerda
cómo en la visita del presidente francés a Dakar tras
su investidura, poco menos que responsabilizó a los africanos
de la trata y la esclavitud.
***
En la segunda parte del libro, Boris Diop vuela de la región
de los Grandes Lagos a su país de origen. Evocando vagamente
el clásico de Plutarco Vidas Paralelas, el novelista senegalés
traza una semblanza de las dos personalidades más célebres
de la historia reciente de Senegal. De Léopold Sedar Senghor,
primer jefe de estado tras la independencia y poeta vocacional, realiza
un balance ponderado de sus 25 años de mandato, que no elude
claroscuros ni menciones a acciones represivas, ni la omnipresencia
de una corrupción galopante. Sin embargo, a juicio de Boris Diop
predominan los aspectos positivos de su gobierno, como la consecución
de la paz social y la instauración de un sistema protodemocrático.
Asimismo, Boris Diop agradece a Senghor que estuviese al frente del
proceso de proclamación de independencia y de transición,
a la luz de lo sucedido en países vecinos bajo la tutela de líderes
estrafalarios y esencialmente clientelistas. A pesar de su largo periodo
como máximo dirigente de Senegal, su retirada fue pacífica
y no se le imputa enriquecimiento alguno ni otros vicios asociados a
la perpetuación en el poder.
Como contrapunto (casi un contrapeso) a un Senghor decididamente francófilo,
es como Boris Diop contempla al científico, intelectual e indomable
activista Cheikh Anta Diop. El que fuera el combatiente más culto
del neocolonialismo, edificó una obra que habría de otorgarle
el privilegio de situarlo entre las figuras decisivas del pensamiento
negro en su faceta de defensor incombustible de las lenguas africanas:
"Se engaña al pueblo haciéndole creer que el desarrollo
y la democracia son posibles en un idioma extranjero". Esta actitud
lleva implícito que Anta Diop sufriera el veto para difundir
sus ideas, no sólo por parte de la administración francesa
sino también del propio Senghor, que siempre interpretó
su incorruptible pensamiento y su consecuente distancia hacia él,
como producto de una enemistad de fondo, y no como una discrepancia
puramente ideológica. Así discurrió el pulso entre
el político contra el científico, entre la hipocresía
y la volubilidad propias del gobernante, contra las tesis puras, imposibles
de trasladar a la praxis de quien divaga en el espacio teórico
de las ideas. En suma, Boris Diop demuestra con esta comparativa lúcida,
que los líderes políticos de fuste habitan en todas partes,
incluso en África. De ello también se deriva lo contrario.
Dictadorzuelos hay por docenas, incluso en Europa, donde colean procesos
escabrosos como el genocidio de Sbrenica ejecutado por Ratko Mladic
bajo las órdenes de Radovan Karadzic ante la mirada estúpida
de la comunidad internacional.
***
Si los conflictos africanos apenas concitan interés ni alarma,
incluso aunque intercedan estrellas de Hollywood a modo de aspersores
de sensibilidad como en la región de Darfur, todo lo relativo
a la inmigración procedente del Sur despierta la aversión
y potencia xenofobia discriminadora (no es lo mismo un inmigrante negro
o amazigh, que un inmigrante argentino, dicho a modo de ejemplo, sin
ánimo de establecer agravios comparativos). En el capítulo
"Los nuevos parias de la tierra", Boris Diop describe cómo
el fenómeno migratorio incumbe de pleno a Europa (por mucho que
desviemos la mirada), y singularmente a España, dada la mutua
e ineludible vecindad física y humana. Máxime cuando se
sigue produciendo sin visos de interrupción lo que a mi juicio,
andando el tiempo, devendrá motivo de vergüenza colectiva,
del mismo modo que no hace tanto la sufrió en sus carnes la sociedad
alemana cuando apeló al desconocimiento de los hornos crematorios,
las cámaras de gas y los campos de exterminio por toda coartada.
Esta tragedia en parte nuestra consiste en la muerte anónima
e incuantificable que se fragua día sí día también
en las aguas del Estrecho (no en vano el mar Mediterráneo se
ha ganado el apodo "tragahombres"). Y, a los que sobreviven,
el destino no les reserva un premio especial por sortear la muerte,
porque parias son y parias serán. Refiriéndose a los migrados
adscritos al Islam, el sociólogo Zygmunt Bauman (3)
describía así el estado de las cosas:
"Los
jóvenes musulmanes tienen motivos para sentirse de ese modo.
Pertenecen a una población oficialmente clasificada como rezagada
con respecto al resto "avanzado", "desarrollado",
y "que progresa" de la humanidad. Y están atrapados
en esa nada envidiable situación por culpa de la connivencia
entre sus propios despiadados y prepotentes gobiernos y los de la parte
"avanzada" del planeta, lo que inexorablemente les aleja de
las tierras prometidas (y ardientemente codiciadas) de la felicidad
y la dignidad. La elección entre esas dos variedades de destino
cruel (o, mejor dicho, entre dos partes de la crueldad de ese destino)
debe de antojárseles como optar entre el fuego y las brasas.
Los jóvenes musulmanes tratan de burlar, colarse a hurtadillas
a través de (o abrirse paso a la fuerza entre) la defensa de
"espadas arremolinadas y querubines" que guarda la entrada
al paraíso moderno, pero cuando logran atravesarla (si consiguen
engañar a los vigilantes o superar los puestos de control), se
dan cuenta de que allí no son bienvenidos, de que no se les permite
ponerse al día con el estilo de vida que, según se les
acusaba, no habían sabido perseguir con suficiente ahínco
en sus países de origen. Y se dan cuenta también de que
estar allí no significa compartir la felicidad y dignidad de
vida que les atrajo hasta ese lugar"
De
la misma manera, son parias la media docena de víctimas mortales
que se contaron en los pasos fronterizos de Ceuta y Melilla en la intentona
de salvar la valla que separaba Europa de África. Sobre todo
cuando corrió como la pólvora la noticia de que la valla
iba a ser sustituida por otra más alta todavía. Lo de
aquellas lamentables jornadas nocturnas sólo puede equipararse
a una batida de caza mayor pergeñada por las autoridades policiales
española y marroquí. Boris Diop tampoco olvida al grupo
de africanos abandonado a su suerte en medio del desierto, cerca de
la divisoria argelina, porque nadie sabía qué hacer con
ellos. Ya me dirán que diferencia esa solución modalidad
"pelotas fuera" con la pena de muerte, a parte de una extrema
sutileza.
Definitivamente, la inmigración procedente de África es
la que más varapalos encaja desde todos los costados: la prensa
general da noticia de la llegada de los inmigrantes en términos
de invasión (cuando los flujos de entrada por tierra de otras
nacionalidades a través de la frontera francesa en particular,
y por aire a través de los aeropuertos en general, es muyo mayor
y pasa más desapercibida), los políticos no hacen nada
por arreglar la cuestión cuando no siembran la animadversión
con fines populistas (El gobierno socialista sólo ha introducido
cambios insustanciales en la Ley Orgánica 4/2000, sobre derechos
y libertades de los extranjeros en España y su integración
social, cuando no ha endurecido su posición acariciando la violación
de los derechos humanos a través de los obscenos campos de acogida:
más allá del discurso, no existe diferencia de facto entre
socialdemócratas y liberales), y la gente de a pie parece volverse
más racista a medida que hay más inmigrantes en su barrio,
en lugar de volverse más pacientes y de recordar aquel texto
profético de Kapuscinski:
"Dicha
penetración cambia la faz de Europa, del mismo modo que cambió
la de Norteamérica. Una calurosa noche de verano, en París,
hice un trayecto en autobús entre el aeropuerto y el centro.
Cuando pasaba por un barrio habitado por africanos, tuve la impresión
de que aquello, ni más ni menos, podía ser Dakar. En 1996,
pasé por la estación de ferrocarril de Rótterdam
hacia las diez de la noche. No había más que dos blancos:
el empleado de la oficina de cambio y yo. Todos los demás eran
negros. Me sentí como en la estación de ferrocarril de
Nairobi.
Este estado de cosas influirá decisivamente sobre el futuro.
Toda esta gente se va a quedar. Tendrá hijos, que irán
a la escuela y luego trabajarán. La penetración seguirá
y acabará por engendrar sociedades en cuyo seno convivirán
diferentes civilizaciones." (4)
Supongo que al racista de medio pelo le reconfortará que lo que
ocurre en España es parangonable al resto de Europa: sólo
hay que asomarse a las iniciativas de criminalización de la inmigración
indocumentada impulsadas por el Gobierno de Silvio Berlusconi, para
tachar al gobierno español de blando. Al mismo tiempo, a nadie
se le escapa que, en efecto, la inmigración se podría
subsanar en buena parte atacando los problemas de fondo que afectan
a los países de origen. Pero a estas alturas, esa solución
es un ideal, mero refrán como pedirle peras al olmo. Entre tanto,
Boris Diop reconoce con cierta desazón que "Es difícil
comprender por qué un joven africano, dispuesto a morir para
abandonar su patria, no está dispuesto a sufrir para mejorar
su sociedad, al menos para las futuras generaciones". Quizás
ese joven africano respondería con otra cuestión: ¿Qué
hace Occidente, qué hacen los organismos internacionales, alguien
se apresta a condonar la deuda externa, alguien hace algo, en suma,
mientas mi gente agoniza? Si estos interrogantes no tienen una respuesta
positiva, no parece que la solución exista más allá
de la Providencia. Por eso mismo, en el corto plazo, que es lo que más
importa a una persona puesto que este tiempo se corresponde más
o menos con la duración de su vida, emprender la gran Aventura
(5) con destino Europa puede llegar a paliar
situaciones asfixiantes. Irama Faty, secretario general de los senegaleses
de Portugal, extraía el lado positivo del desarraigo forzoso:
"La
diáspora es hoy el principal sostén de la economía
senegalesa: las remesas enviadas por los emigrantes superan ya con creces
las entradas de Ayuda Oficial al Desarrollo e Inversión Extranjera
Directa. Así, mientras unos se hacen ricos sin trabajar, otros
trabajan lejos de sus familias, por unas condiciones de vida más
dignas que nunca llegan". (6)
***
La literatura africana es permeable a muchas de las cuestiones comentadas
arriba, y Boris Diop consagra la tercera parte del libro a destacar
sucintamente sus líneas maestras. Mientras el grueso de la narrativa
occidental se ha rendido al gran consumo para manufacturar meros productos
de entretenimiento, en tanto que sólo una fracción marginal,
tocada por su reiterativa vocación de vanguardia, se devana los
sesos en la búsqueda de nuevas propuestas estéticas, la
novela africana conserva por definición su compromiso con la
desigualdad, la opresión, el neocolonialismo, es decir, desempeña
una inequívoca labor de protesta. Y no hay figura que encarne
mejor esta postura que Mongo Beti, el escritor camerunés que
se hizo célebre en 1972 con su obra Main basse sur le Cameroun,
censurada en Francia, y suficientemente crítica con el poder
colonial como para poner su vida en peligro. Sus opiniones combativas
contra la Françafrique sirvieron para exhortar a toda una generación,
en la que se incluye el propio Boris Diop, a derribar todas esas creencias
y complejos surgidos de la subordinación secular. Y, desprendiéndose
de un plumazo de las críticas que le llovían por dirigir
su lucha guarecido entre las paredes de su biblioteca, Mongo Beti regresó
a Camerún tras cuarenta años de exilio, para saltar al
ruedo y plantar cara a la corrupción y la dictadura en aras de
la instauración de la democracia.
Ahora bien, que la novela africana persiga un objetivo definido no la
exime de otros problemas. No por viejo sigue abierto el debate en el
gremio de escritores entre decantarse por la lengua impuesta por el
colono (igual a subvenciones, facilidad de edición y difusión,
etc.) o sucumbir al aislamiento garantizado de la lengua vernácula.
A este respecto, han discurrido toda suerte de opciones personales.
Desde nombres como Cheikh Hamidou Kane, favorables a respetar religiosamente
las normas gramaticales del francés, hasta Ahmadou Korouma que,
partidario de una vía intermedia, adobó el idioma de la
metrópolis con dejes de malinké. Lo cierto es que hoy
la literatura africana prosigue en el empeño de romper el embrujo
derivado del pasado según el cual la lengua materna no puede
engendrar una obra maestra. Por eso Boris Diop concluye que "la
literatura africana de expresión francesa posiblemente no sea
más que un breve periodo de transición en una trayectoria
histórica más compleja". Así que Ni Cheikh
Hamidou Kane ni Ahmadou Korouma, sino que tal vez el futuro deberá
volver la vista a las tesis de Anta Diop para seguir dando pasos adelante.
Las consecuencias de la encrucijada lingüística en que se
halla la narrativa son extensibles al conjunto de la cultura africana,
partiendo del hecho de que los productos culturales, sean de la naturaleza
que sean pero siempre con rango de artículos de lujo, precisan
una financiación inexistente en los países del Sur, por
lo que se estrecha el cerco y sólo resta el cauce exterior de
ayudas, becas o subvenciones. Entonces entran en juego los países
occidentales en calidad de mecenas, pero nunca en balde: Si Francia
apoya a escritores en lengua francesa es para contrarrestar el imparable
ascenso del idioma inglés, no por un interés sincero en
el material literario en sí. Pero incluso estas ayudas son insuficientes
y no logran impedir una fuga constante de artistas negros a países
occidentales donde pueden materializar e incluso comercializar su obra,
sean dramaturgos, cineastas o artistas plásticos. En esta tesitura,
Boris Diop apuesta por el intercambio cultural como primera solución
cautelar. Dada la imposibilidad, al menos en el horizonte más
cercano, de que los países africanos puedan asumir tales dispendios
y que estos deban ser aprontados por los países más pudientes,
es de recibo que no exista más motivación que la de la
promoción desinteresada, en lugar de convertir toda actividad
en oportunidad de negocio. Cuelga, además, una deuda moral histórica:
el día en que Europa se empecinó en conocer otras culturas,
esa voluntad se tradujo en expolios, erradicación de pueblos
enteros, explotación de recursos hasta la saciedad y crímenes
de lesa humanidad. A cuenta de esta deuda el intercambio cultural será
posible.
Sea desgranando el papel de la Françafrique, la trayectoria política
de Léopold Sedar Senghor, el silencio de los intelectuales y
los medios de comunicación africanos en lo tocante al genocidio
de Ruanda, o narrando en clave epistolar la tragedia del hundimiento
del trasbordador Joola y proclamando sin pelos en la lengua "la
enigmática incompetencia de nuestros dirigentes", Boris
Diop hace gala de un sólido espíritu independiente, desapasionado
y, por encima de todo, crítico. Orillando el victimismo autocomplaciente,
Diop demuestra en África más allá del espejo
que los problemas del continente negro no son parte del pasado sino
del rabioso presente, y que además de éstos, connaturales
a todas las sociedades desarrolladas y en vías de, indistintamente,
la desinformación y la malevolencia, ambas en su punto de mira,
minan la imagen exterior y humillan a su modo a los africanos. La denuncia
y el inconformismo, perfectamente fundados, desarrollados y disparados
certeramente a diana, recorren el libro de arriba abajo. Y esta postura
moral propia de quien conoce a fondo de lo que habla contagia al libro
entero, porque actúa como una poderosa argamasa, haciendo de
un compendio de artículos más o menos independientes,
una obra unitaria que brinda una panorámica completa. Este libro,
en síntesis, viene a prestar una gran ayuda como eficaz correctivo
contra la mirada contaminada que apunta a los países del Sur.
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NOTAS
1.
Hugo Estenssoro: "Viva la evolución". Revista de
Libros. Nº 144, 2008, pag 3-5
2. Salvador Martínez: "La françafrique sigue viva".
Foreing Policy. Febrero-Marzo, 2009. Especial Web
3. Zygmunt Bauman: Miedo líquido. Paidós, 2007.
4. Ryszard Kapuscinski: Lapidarium IV. Anagrama, 2003, pag. 22
5. José Naranjo: Cayucos. Debate, 2006.
6. Irama Faty: "La máscara de la economía senegalesa.
Crecimiento sin desarrollo". Pueblos, revista de Información
y Debate, número 31, marzo de 2008.
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África
más allá del espejo, de Boubacar Boris Diop
oozebap, 2009
230 pags. PVP: 15 euros.
ISBN: 978-84-613-0605-3
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oozebap . 2009 . sumario